domingo, 19 de abril de 2015

ROSAMUND GROSSMANN










El cuento de las luciérnagas

El alma debería tener un toque de color
o mejor una luz, aunque fuera pequeñita.
De ese modo el andar por la calle
sería algo parecido a esas noches
en las que las luciérnagas revolotean
y nos decimos: Mira, el cielo ha descendido
y las estrellas bailan para nosotros.
Todo sería un ir y venir constante de luces:
en la calle, en los coches, en la cama, en la iglesia,
luces alrededor de la mesa, en las ventanas,
en el barco que pesca, en los desvanes
donde buscamos sosas inservibles…
Podríamos saber qué alma es más hermosa
o qué alma es más mezquina según la fuerza
o el color de su brillo. Podríamos
también reconocer a esos seres oscuros,
espíritus del odio, asesinos, señores
del mal que se pasean entre nosotros.

Una vez, siendo niña, ante el espejo,
pude ver mi luciérnaga revoloteando
entre la hierba de mi pecho. Había
también una manzana. También había un pájaro
y el soplo de una brisa fresca.
Tan solo una vez, siendo niña…


Traducción de Elisabeth Romero O’Connor.

Imagen: Ohara Koson, Luciérnagas, 1934.


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