El
cuento de las luciérnagas
El alma debería tener un
toque de color
o mejor una luz, aunque
fuera pequeñita.
De ese modo el andar por la
calle
sería algo parecido a esas
noches
en las que las luciérnagas
revolotean
y nos decimos: Mira, el
cielo ha descendido
y las estrellas bailan para
nosotros.
Todo sería un ir y venir
constante de luces:
en la calle, en los coches,
en la cama, en la iglesia,
luces alrededor de la mesa,
en las ventanas,
en el barco que pesca, en los
desvanes
donde buscamos sosas
inservibles…
Podríamos saber qué alma es
más hermosa
o qué alma es más mezquina
según la fuerza
o el color de su brillo.
Podríamos
también reconocer a esos
seres oscuros,
espíritus del odio,
asesinos, señores
del mal que se pasean entre
nosotros.
Una vez, siendo niña, ante
el espejo,
pude ver mi luciérnaga
revoloteando
entre la hierba de mi pecho.
Había
también una manzana. También
había un pájaro
y el soplo de una brisa
fresca.
Tan solo una vez, siendo
niña…
Traducción de Elisabeth
Romero O’Connor.
Imagen: Ohara Koson,
Luciérnagas, 1934.
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