El
cuento de la cocina de mi casa
Mi abuela materna decía
que el pan es como el cuerpo
de Cristo
y no he comido pan hasta
hace poco.
Y mi madre decía
que un pastel necesita una
temperatura
determinada, y que el calor
del horno
es igual que los brazos de
mamá
cuando tenemos frío.
Mi tía Maggie, hermana de mi
padre,
discutía con ellas acerca
de cuál sería el punto de
azúcar
exacto del merengue.
Luego mi tía Maggie sacaba
un pitillo del bolso
y anunciaba una tregua. Era
curioso
verlas reír y hablar tan
tranquilas
tras haber discutido
agriamente
sobre una nimiedad
culinaria.
No aprendía a cocinar. Da
igual lo que comamos.
El placer que provoca un
plato bien hecho
es tan fugaz como el
fastidio que nos deja
otro mal cocinado. Y así
vamos
por la vida, llevándonos a
los labios
bocados dulces y bocados
amargos,
bocados exquisitos y bocados
repugnantes.
Tal pasa con el alma: la
alimentamos
con lágrimas o risas, la
engordamos
con palabras que llevan solo
a la duda,
al tedio o a la tristeza.
Lo mejor para el cuerpo es
una dieta austera.
Lo mejor para el alma es el
ayuno.
Traducción de Elisabeth
Romero O’Connor.
Imagen: Doris Lee, Día de
acción de gracias, 1935.
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