viernes, 3 de abril de 2015

ROSAMUND GROSSMANN










El cuento de la cocina de mi casa

Mi abuela materna decía
que el pan es como el cuerpo de Cristo
y no he comido pan hasta hace poco.
Y mi madre decía
que un pastel necesita una temperatura
determinada, y que el calor del horno
es igual que los brazos de mamá
cuando tenemos frío.
Mi tía Maggie, hermana de mi padre,
discutía con ellas acerca
de cuál sería el punto de azúcar
exacto del merengue.
Luego mi tía Maggie sacaba un pitillo del bolso
y anunciaba una tregua. Era curioso
verlas reír y hablar tan tranquilas
tras haber discutido agriamente
sobre una nimiedad culinaria.

No aprendía a cocinar. Da igual lo que comamos.
El placer que provoca un plato bien hecho
es tan fugaz como el fastidio que nos deja
otro mal cocinado. Y así vamos
por la vida, llevándonos a los labios
bocados dulces y bocados amargos,
bocados exquisitos y bocados repugnantes.
Tal pasa con el alma: la alimentamos
con lágrimas o risas, la engordamos
con palabras que llevan solo a la duda,
al tedio o a la tristeza.

Lo mejor para el cuerpo es una dieta austera.
Lo mejor para el alma es el ayuno.


Traducción de Elisabeth Romero O’Connor.

Imagen: Doris Lee, Día de acción de gracias, 1935.


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