miércoles, 6 de enero de 2016

WILLIAM WORDSWORTH










El cielo después de la tormenta

Un solo paso al franquear las lindes
de aquel ciego vapor, me abrió los ojos
a un esplendor como jamás lo vieran
los sentidos en vela o el alma en sueños.
La aparición, abierta en un instante,
fue una ciudad inmensa –de edificios-,
una selva sumida en un abismo,
sin fondo, sumergida en esplendores
sin fin. Y semejaban fábricas
de oro y de diamantes, con sus cúpulas
de alabastro y sus torres plateadas
con ardientes terrazas superpuestas
más altas cada vez; aquí, brillantes
pabellones formando una avenida; 
torres allí almenadas, que, en sus frentes,
sin descanso sostienen las estrellas
-¡brillo de gemas!-. La Naturaleza
en ello usó los materiales hoscos
de la tormenta en calma, y las cavernas
y las laderas y las cresterías
donde el vapor se había refugiado,
bajo el cielo cerúleo posándose.
¡Visión incomparable! Nubes, nieblas,
arroyos, rocas, hierbas esmeralda,
nubes de mil colores, rocas, cielo,
zafiro, todo confundido, en mezcla,
mutuamente inflamado y componiendo
–todo perdido en todo- aquel extraño
templo o palacio o ciudadela, enorme
y fantástica pompa de estructura
sin nombre, en vastos pliegues arropada…


Traducción de Ramón Sangenís

Imagen: Albert Bierstadt, Storm in the Rocky Mountains, Mount Rosalie, 1866.


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