El
cielo después de la tormenta
Un solo paso al franquear
las lindes
de aquel ciego vapor, me
abrió los ojos
a un esplendor como jamás lo
vieran
los sentidos en vela o el
alma en sueños.
La aparición, abierta en un
instante,
fue una ciudad inmensa –de
edificios-,
una selva sumida en un
abismo,
sin fondo, sumergida en
esplendores
sin fin. Y semejaban
fábricas
de oro y de diamantes, con
sus cúpulas
de alabastro y sus torres
plateadas
con ardientes terrazas
superpuestas
más altas cada vez; aquí,
brillantes
pabellones formando una
avenida;
torres allí almenadas, que,
en sus frentes,
sin descanso sostienen las
estrellas
-¡brillo de gemas!-. La
Naturaleza
en ello usó los materiales
hoscos
de la tormenta en calma, y
las cavernas
y las laderas y las
cresterías
donde el vapor se había
refugiado,
bajo el cielo cerúleo
posándose.
¡Visión incomparable! Nubes,
nieblas,
arroyos, rocas, hierbas
esmeralda,
nubes de mil colores, rocas,
cielo,
zafiro, todo confundido, en
mezcla,
mutuamente inflamado y
componiendo
–todo perdido en todo- aquel
extraño
templo o palacio o
ciudadela, enorme
y fantástica pompa de
estructura
sin nombre, en vastos
pliegues arropada…
Traducción de Ramón Sangenís
Imagen: Albert Bierstadt, Storm in the Rocky Mountains, Mount Rosalie,
1866.
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