El
cuento del Mar de Tiberíades
Imagina que estás tú sola,
tú
sola y el mar como ese monje
de Friedrich. O mejor, tú
sola sobre
el mar, andando sobre el
agua,
igual que sobre un prado
lleno de hierba que se mueve
al soplo de la brisa suave
de Mayo: verde terciopelo,
verdes ondas, espigas
verdes,
verdes murmullos, verde
espuma.
Andas sobre las aguas y de
cuando
en cuando cantas, cantas
mientras miras
el cielo y el camino que se
extiende
ante ti, que tus pies descalzos
pisan. Pero al caer la
tarde,
mientras el mar se torna
un rosal, montañas de oro,
ríos de sangre,
vacilas un instante
y el agua abre su boca para
engullirte y reparas
que no está Jesucristo para
darte
ánimos ni su mano o para
reprenderte
por tu falta de fe, por
vacilar,
por tu temor mezquino y
triste.
Y te hundes cada vez más
hondo,
más y más hondo, y el
silencio
te envuelve para siempre con
su manto pálido.
Traducción de Elisabeth
Romero O’Connor.
Imagen: Philipp Otto Runge, Pedro
camina sobre el agua, 1806.
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