martes, 4 de agosto de 2015

KURT BROOKS










Elegía

                                        Ayer recibí la noticia de la muerte de mi tía Katie, la hermana pequeña
                                        de mi madre, en una residencia de Inglaterra.

Ella estaba ante mí con su camisa verde
más brillante que el césped bien cuidado,
un pantalón color beis que destacaba
sus caderas y gafas de sol hurtándome
unos maravillosos ojos;
sus cabellos dorados bajo el pañuelo…
Era la encarnación de la diosa del estío.
“¿Vienes?”, me dijo. Su sonrisa esplendorosa
hería las pupilas de sus súbditos.
Yo tenía catorce años por entonces
y estaba enamorado de tía Katie.
“Te lo robo esta tarde”, dijo luego
hablándole a mamá que consentía.
“¿Vienes?”, volvió a decir. No pude negarme
al ruego de una diosa sonriente.
De aquella tarde aún recuerdo
la penumbra en el cine y el contacto
de su mano y la mía cuando buscaba
mi apoyo en los momentos de tensión
de una vieja película cuya trama nunca supe.
Cada roce era un golpe
en el centro del alma antes dormida
que despierta de pronto y percibe
todas las sensaciones que a lo largo
de la existencia han de experimentarse:
alborozo y tristeza, asombro,
espanto, odio y amor, deseo y prudencia.
Después recuerdo sus palabras luminosas
saliendo de su boca cual burbujas
doradas a la luz del sol poniente
ante dos coca colas en la playa
y mientras, despojada de las gafas,
me hería el corazón con su fulgor.

Y luego la vigilia por la noche
roto por el placer y el remordimiento.

Poco a poco la tarde fue dejando
su poso de hermosura en la memoria
mezclado con su parte de amargura
y rabia, de ocasión perdida.

¿A dónde fuiste ayer, tía Katie,  
a qué cine, a qué playa del Olimpo?


Traducción de José Cohen Domingo.

Imagen: Bill Medcalf, Pin-up.



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