Elegía
Ayer
recibí la noticia de la muerte de mi tía Katie, la hermana pequeña
de mi
madre, en una residencia de Inglaterra.
Ella estaba ante mí con su
camisa verde
más brillante que el césped
bien cuidado,
un pantalón color beis que
destacaba
sus caderas y gafas de sol
hurtándome
unos maravillosos ojos;
sus cabellos dorados bajo el
pañuelo…
Era la encarnación de la
diosa del estío.
“¿Vienes?”, me dijo. Su
sonrisa esplendorosa
hería las pupilas de sus
súbditos.
Yo tenía catorce años por
entonces
y estaba enamorado de tía
Katie.
“Te lo robo esta tarde”,
dijo luego
hablándole a mamá que
consentía.
“¿Vienes?”, volvió a decir.
No pude negarme
al ruego de una diosa
sonriente.
De aquella tarde aún
recuerdo
la penumbra en el cine y el
contacto
de su mano y la mía cuando
buscaba
mi apoyo en los momentos de
tensión
de una vieja película cuya
trama nunca supe.
Cada roce era un golpe
en el centro del alma antes
dormida
que despierta de pronto y
percibe
todas las sensaciones que a
lo largo
de la existencia han de
experimentarse:
alborozo y tristeza,
asombro,
espanto, odio y amor, deseo
y prudencia.
Después recuerdo sus
palabras luminosas
saliendo de su boca cual
burbujas
doradas a la luz del sol
poniente
ante dos coca colas en la
playa
y mientras, despojada de las
gafas,
me hería el corazón con su
fulgor.
Y luego la vigilia por la
noche
roto por el placer y el
remordimiento.
Poco a poco la tarde fue
dejando
su poso de hermosura en la
memoria
mezclado con su parte de
amargura
y rabia, de ocasión perdida.
¿A dónde fuiste ayer, tía
Katie,
a qué cine, a qué playa del
Olimpo?
Traducción de José Cohen
Domingo.
Imagen: Bill Medcalf, Pin-up.
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