lunes, 3 de agosto de 2015

CECIL WENTWORD










Hace ya muchos años, cuando
era un muchacho alegre e inquieto,
solía encaramarme a este árbol
pues era mi lugar preferido.
Desde la última rama que aún resistía
mi peso sin peligro contemplaba
el mundo. No era mucho (lo sé ahora):
la casa de mi padre,
la de mi amigo Peter allá en lontananza,
más cerca la del tío Will con su granero
rojo al que le faltaba siempre
una buena mano de pintura,
el pueblo y la vetusta torre de la iglesia,
maizales, girasoles, trigos
y un ondulado mar de colinas
que se perdía allá donde comienza el cielo.
Para mí era un lugar enorme,
un ancho continente inabarcable
repleto de promesas y tesoros.
Si igual que a Jesucristo se me hubiera
acercado el demonio prometiéndome
la posesión del reino que abarcaba mi mirada,
me hubiera sin dudarlo postrado a sus pies.
Ahora, bajo el árbol de la infancia,
ahora que la edad no me permite
acceder a la cumbre de mi torre,
observo desde aquí el paisaje
al ras de la vejez y el desengaño:
mi amigo Peter muerto en accidente,
su casa consumida por el fuego
y el granero del tío Will una osamenta,
un rostro descarnado y frágil.
Pero el mar continúa ondulándose colina a colina
hasta los mismos pies del cielo como antes,
un mar que entona sus canciones con el aire
y eleva hasta las nubes sus palabras.

Aguardo a que este mar me anegue ahora,
a que pulan mis huesos sus espumas.


Traducción de Casimiro Ropero.

Imagen: George Inness, Early Autumn, Montclair, 1891.



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