Hace ya muchos años, cuando
era un muchacho alegre e
inquieto,
solía encaramarme a este
árbol
pues era mi lugar preferido.
Desde la última rama que aún
resistía
mi peso sin peligro
contemplaba
el mundo. No era mucho (lo
sé ahora):
la casa de mi padre,
la de mi amigo Peter allá en
lontananza,
más cerca la del tío Will
con su granero
rojo al que le faltaba
siempre
una buena mano de pintura,
el pueblo y la vetusta torre
de la iglesia,
maizales, girasoles, trigos
y un ondulado mar de colinas
que se perdía allá donde
comienza el cielo.
Para mí era un lugar enorme,
un ancho continente
inabarcable
repleto de promesas y
tesoros.
Si igual que a Jesucristo se
me hubiera
acercado el demonio
prometiéndome
la posesión del reino que
abarcaba mi mirada,
me hubiera sin dudarlo
postrado a sus pies.
Ahora, bajo el árbol de la
infancia,
ahora que la edad no me
permite
acceder a la cumbre de mi
torre,
observo desde aquí el
paisaje
al ras de la vejez y el
desengaño:
mi amigo Peter muerto en
accidente,
su casa consumida por el
fuego
y el granero del tío Will
una osamenta,
un rostro descarnado y
frágil.
Pero el mar continúa
ondulándose colina a colina
hasta los mismos pies del
cielo como antes,
un mar que entona sus canciones
con el aire
y eleva hasta las nubes sus
palabras.
Aguardo a que este mar me
anegue ahora,
a que pulan mis huesos sus
espumas.
Traducción de Casimiro
Ropero.
Imagen: George Inness, Early Autumn, Montclair, 1891.
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