De
súbito, estalló la guerra. Se abrió como una bomba de azúcar...
De súbito, estalló la
guerra. Se abrió como una bomba de azúcar
arriba de las calas.
Primero, creíamos que era juego;
después, vimos que la cosa
era siniestra. El aire quedó
ligeramente envenenado. Se
desprendían los murciélagos
desde sus escondites, sus
cuevas ocultas caían a los platos,
como rosas, como ratones que
volvieran del infinito,
todavía, con las alas.
Por protegerlos de algún
modo, enumerábamos los seres y las cosas:
"Las lechugas, los
reptiles comestibles, las tacitas...".
Pero, ya los arados se
habían vuelto aviones; cada uno, tenía
calavera y tenía alas, y
ronroneaba cerca de las nubes, al alcance
de la manos pasaron los
batallones al galope, al paso. Se prolongó
la aurora quieta, y al
mediodía, el sol se partió; uno fue hacia el este,
el otro hacia el oeste. Como
si el abuelo y la abuela se divorciaran.
De esto ya hace mucho,
aquella vez, cuando estalló la guerra,
arriba de las calas.
Imagen: Henri Rousseau, La guerre, 1894.
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